Texto entresacado de un retiro del año 2008 del P. Rómulo Cuartas, que disfruta ya del abrazo del Padre
ESPIRITUALIDAD DE NAZARET
¿Por qué Nazaret en la vida de Jesús? En Nazaret su encarnación se radicaliza y alcanza su máxima intensidad. Jesús se inserta ahí en la condición humana, con todo su realismo, compartiendo la suerte de la gente corriente e su tiempo. Jesús se sitúa en el lugar de los pobres, compartiendo su trabajo y su condición prosaica de cada día, no como una “experiencia” o postura pedagógica, sino como el estilo de toda su vida, que prolongará en su actividad pública y en su pasión. Si en su actividad misionera brilla su misericordia liberadora, y en su pasión su inmolación redentora, en Nazaret brilla su caridad fraterna y su amistad con lo más ordinario y gris de la vida de cada día.
Detengámonos ahora en tres de las actitudes más importantes que verifican la espiritualidad de Nazaret:
La primera se refiere a la práctica de la caridad fraterna y de la justicia que en la realidad van unidas. Nazaret nos recuerda que la madurez de la caridad y la justicia se da no tanto con las personas y situaciones que nosotros elegimos, sino con aquellas que la vida nos impone que la gente y circunstancias que Dios manda. Ese es nuestro Nazaret: los familiares, los compañeros de trabajo, las hermanas -os de comunidad, los que se acercan a nosotros por cualquier razón, los que viven bajo nuestro mismo techo… Ellos son los que ponen a prueba la madurez de nuestro amor al prójimo, pues por ser cercanos conocemos sus defectos que nos irritan, surgen incompatibilidades y malos entendimientos. A veces resentimos sus actitudes y sus palabras… La tentación des ignorar los cercanos por los lejanos viviendo una caridad y una justicia de grandes ideales, pero sin concreción inmediata.
La segunda actitud, aplicación de la primera se refiere al amor y opción preferencial por los pobres. La prueba decisiva de su madurez no se prueba teniendo ideas avanzadas y discutiendo sobre ellas o identificándose con ideologías “revolucionarias”. Se prueba sobre todo en la actitud y contacto cotidiano con el pobre y sufriente concreto, que es nuestro Nazaret. El pobre que nos interrumpe, que a veces nos engaña, que es impertinente y egoísta – como cualquier ser humano – es el único que nos cuestiona nuestro estilo de vida con su sola presencia. Es el amor que Jesús vivió en Nazaret y más tarde en su vida pública, en su relación con los oprimidos, enfermos, pecadores, marginados y mendigos de Palestina.
La tercera actitud se refiere a la práctica de la pobreza. La pobreza evangélica es la renuncia interior a personas, cosas, lugares, cargos, planes… a fin de crecer en libertad y amor. Esta renuncia interior se expresa necesariamente en una práctica exterior, en un estilo de vida simple, austera, coherente con el estilo nivel de los más pobres. El estilo de vida pobre llega a su madurez no tanto en los casos en que lo hemos elegido nosotros según nuestros términos, sino cuando Dios lo elige por nosotros, en sus términos. Eso es Nazaret, donde el estilo de vida de Jesús no fue elegido por Él en las aplicaciones concretas, sino que le fue impuesto por su contorno: el propio de un pueblo gris, marginado, de cultivadores y obreros manuales sin horizontes. Para el seguidor de Jesús la primera pobreza es la impuesta por su medio, por sus límites, por las escaseces de todo tipo, por el tiempo del que no dispone, por las incomodidades, por lo que no podemos hacer ni tener. La primera pobreza es aceptar el escenario de nuestro propio Nazaret.
¿Qué significa entonces Nazaret para nuestra vida humana, cristiana y de consagrados -as? No es un espacio de tiempo o un lugar, que corresponda al tiempo o lugar de los años de formación o de preparación a la actividad: Nazaret es una dimensión de la vida en todo su transcurso, aún de la vida más activa. Podemos tener el trabajo más variado, importante e interesante. Nuestra acción podrá ser muy amplia e influyente. Pero a corto o largo plazo, en cualquier misión se impone lentamente la rutina, la repetición, lo ordinario, el contacto con la gente corriente, las tareas sencillas de cada día. El espíritu de Nazaret es vivir todo esto con plenitud, con gran amor. Es valorar lo ordinario, la gente ordinaria, con lo que implica de “pérdida de tiempo”, de aparente ineficacia y sensación de “no hacer nada interesante”. En la misión de extender el Reino, Nazaret es valorar el testimonio sencillo, la simple presencia de amistad, la caridad simple y rutinaria con los que repetidamente encontramos todos los días.
El Nazaret de cada día verifica nuestra madurez humana, espiritual y apostólica. Pues la caridad, la pobreza, la solidaridad y el servicio del Evangelio se prueban no en lo extraordinario, sino en la rutina del día a día: “Aquí se ha de ver el amor, que no a los rincones, sino en la mitad de las ocasiones”, como afirma Santa Teresa (F. 5, 15)
Llegados a este punto a todos nos conviene terminar esta reflexión mirando a María la madre de Jesús, que resume en sí cuanto hemos dicho y nos enseña a hacer también hoy cuando Él nos diga. Para María, Nazaret fue el tiempo de maduración en la fe y en las perspectivas salvadoras de su relación con Jesús. María, que, en su anunciación, en Belén y en el episodio de su hijo perdido en el templo, aceptó los caminos de Dios con una fe absoluta, pero sin comprenderlo del todo (“guardaba y meditaba todo en su corazón”), en Nazaret irá comprendiendo todo el significado de la venida y misión de su hijo. Su maternidad, que al comienzo era una relación con Jesús Salvador, en Nazaret madura hacia la comprensión que a través de Jesús ella es madre espiritual de todos los hombres, y colaboradora especial en la venida del Reino de Cristo. En las bodas de Caná ya al comienzo de la vida pública, María asume con seguridad su papel de madre intercesora, a pesar de la inicial reticencia de Jesús.
María es “un gran signo, de rostro maternal y misericordioso, de la cercanía del Padre y de Cristo”, “presencia sacramental de los rasgos maternales de Dios”. La misericordia maternal de Dios, de la que María es signo y sacramento, no es otra cosa que la ternura de Dios hacia los pobres a los que defiende y ama. María personifica la acción preferencial de Dios por los pobres, el triunfo de Dios en lo débil, la preferencia de Dios por el que sufre la injusticia del poderoso. María tipifica la forma de actuar de Dios en la historia de la Salvación; y paradigma de la pedagogía divina revelada en la Escritura.
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