Oíd, escuchadme, inclinad.
No son tres verbos cualquiera los que encontramos en la 1ª lectura de este domingo del libro de Isaías. Desde el primero al tercero hay sin lugar a dudas un cambio de actitud, una postura de acercamiento, un ejercicio claro de voluntad.
Todos sabemos que “oír” no es el verbo que más acerca a una realidad, a algo que alguien te quiere confiar. El verbo oír no va más allá de la percepción de una serie de sonidos con los que no hay implicación y pasan sin “rozar” nuestra vida. Bien distinto es escuchar: la voluntad, el interés, el gusto por conocer se ponen en juego y entonces el milagro de la comunicación aparece. Si además hay una acción clara que acompaña a esa escucha como es el inclinarse para prestar toda la atención a quien me habla, se obra el milagro de la apertura y el acompañamiento.
En estos tiempos que corren nos hemos encontrado seguro cantidad se situaciones que ponen de manifiesto estos tres verbos. Hemos oído cantidad de noticias que nos han apabullado y solo hemos decidido en el mejor de los casos quedarnos con alguna. Esa, la hemos escuchado y si aportaba algo valioso a nuestra vida, hemos inclinado nuestro oído para después incluso compartirla. Igual sucede con la gente que nos rodea y que ha venido a nosotros a compartir.
En nuestra relación con Dios, que no se hace de otra manera que a través de la vida, el proceso es el mismo. No hay relación con Dios si no hay experiencia y no hay experiencia si no hay escucha profunda. Andar atareados, oyéndolo todo, es mantenernos distraídos y caer en el agobio, el cansancio y la tristeza. Solo desde la experiencia del silencio activo es como se escucha y a partir de ahí puede uno inclinarse para acercarse a los demás e incluso a uno mismo. De esta forma, “adentrándonos más adentro en la espesura, ¿quién podrá separarnos de su amor?”.
En la situación en la que el evangelio de este domingo nos pone a Jesús, el recorrido fue claro: oyó, escuchó el lamento de los que con Él iban y se inclinó a su necesidad. Aunque más bien lo que hizo Jesús es que cada uno atravesara la barrera de su yo para oír al otro, escuchara su anhelo y se inclinara a compartir lo que traía consigo y así surgió el milagro de los cinco panes y los dos peces.
Ahí tenemos la tarea, hacia afuera pero también hacia adentro: no dejemos de escuchar nuestro grito más profundo e inclinémonos hacia la realidad que nos habita.
Clara López Rubio, Murcia
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