El pasaje de las tentaciones en Mateo llega tras el bautismo de Jesús, después de que Juan Bautista haya recogido en el Jordán la miseria de la humanidad y, precisamente allí, en ese barro, el Espíritu Santo descendió sobre él y la voz del Padre dijo que en este Hijo se complacía: "Este Hijo es mi alegría, mi plenitud". Él hará emerger al Padre allí en ese barro.
Movido por el Espíritu, va al desierto y llegan las tentaciones. Después de cuarenta días y cuarenta noches de ayuno, es lógico que tenga hambre. Cuando uno advierte las necesidades de su naturaleza, las exigencias que apremian, es el momento oportuno para la tentación, para la seducción. Allí aparece el Tentador porque precisamente sobre la condición humana puede presionar tras la tragedia del pecado. El enemigo se presenta como un amigote, uno que se pone de tu parte, se introduce exactamente en lo que sería más apetecible, juega a tu favor.
En el desierto, donde el hombre ha transformado el jardín con el pecado, la tentación sugiere utilizar la filiación para hacer de este desierto alimento: "Haz que estas piedras se conviertan en pan". Pero esto significaría ir en contra de la verdad: las piedras no pueden convertirse en pan; la piedra se convertirá en Cristo, pero no en pan. Cristo es el epicentro, es el Logos de todo lo creado, nada puede ser usado fuera del Logos, porque se pervierte. Pero el diablo insinúa que puedes vivir la verdad de Hijo de Dios como demonio, de manera diabólica, usando a Dios para satisfacer las exigencias de la naturaleza, porque así seguimos siendo lo que somos: esclavos, aunque satisfechos. Esta es la verdadera tentación: vivir la fe como no creyentes, vivir la filiación como esclavos, con algún capricho que nos confirma.
Y esta es la línea de las tres tentaciones: que tú utilizas la filiación para ti mismo, y no como hijo, no en relación. El diablo nos ha vencido cuando nos ha hecho ver la posibilidad de vivir la fe como una obra nuestra, un compromiso nuestro, una conquista nuestra. Y por eso primero hacemos las cosas según nuestra voluntad y luego queremos que Dios nos salve, que sea él quien nos siga.
Nos hemos distraído para no vernos ya en el Hijo, con el Padre. Esta es la tentación y la podemos reconocer en el instante: cada uno, como decía Gregorio de Nisa, es para el otro un ángel, el bueno o el malo. Cuando vemos que la naturaleza está venciendo sobre los que están junto a nosotros, en vez de ayudarlos para que se detenga, empeoramos la situación, poniendo sobre ellos más cargas, casi a la espera de ver pasar el cadáver: estas son las tentaciones.
Aquí están representadas como un duelo verdadero, golpe a golpe, pero las tentaciones de Cristo no fueron un episodio; una vez este demonio se presenta como Pedro que le dice que no debes sufrir; o como los judíos que dicen que tiene un demonio. Otra vez como escribas y fariseos: "Maestro, quisiéramos ver un signo tuyo". Y el diablo quería un signo.
Cristo fue tentado hasta la cruz, y así somos tentados nosotros; al menos tratemos de no distraernos demasiado, tratemos de fijar la mirada en Cristo y vernos dentro de Cristo con el Padre. Por eso estamos llamados a cuidar de quien está al lado, a no distraerlo, sino ayudarlo más bien a volver a poner la mirada en el punto justo, a no ser esclavo de la herida de la naturaleza del pecado, sino a ser Pedro que camina sobre las aguas en virtud de la palabra que nos llama.
M. I. Rupnik (Traducción Pablo Cervera para Magníficat)
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