AMBIENTACIÓN
El Sábado Santo se caracteriza por un gran silencio, por una vigilancia atenta, por una espera esperanzada. Déjate invadir por este silencio santo que pone en alerta el corazón y nos prepara a la escucha de la voz del Espíritu. Tu corazón puede ser hoy el lugar de la espera, donde se levantan las esperanzas malheridas por la angustia y la muerte y se pone en pie la alegría.
El silencio de este día es muy hondo, pero no es un silencio triste. Jesús viene a desencadenar toda alegría, a poner en marcha de nuevo gestos concretos, a hacer que el amor sea amor cercano.
Y María está presente. Vive este día con Ella. Saborea su silencio, su vacío, su soledad. No puede vivir sin Jesús. Lo han echado fuera de la tierra de los vivos y Ella lo busca con el amor de su alma. La Iglesia se une a María en su espera, únete también tú a Ella.
¡Qué bueno que esperes con María al Amado que atisba ya por las ventanas, que viene jadeante al encuentro! Ya se oye su voz, ¡qué dulce es su voz en la oscuridad!: «¡Levántate, amada mía, hermosa mía! ¡Ven a mí! La muerte ha sido vencida para siempre. Los inviernos que intentaban paralizar la vida de la humanidad ya han pasado; ahora asoman ya los brotes de la viña, cantan las alondras y el perfume de las flores se extiende por el valle».
Ponte en camino; la alegría no la puedes celebrar a solas. La sed encaminará tus pasos hacia el manantial, para que te inunde el agua viva del bautismo. Desde la soledad ponte en camino hacia la comunidad, para entrelazar tus manos con las manos de muchos hermanos y hermanas y cantar con ellos: «Todas mis fuentes están en ti» (Sal 86). Las dudas, que han puesto polvo en tus pies, se lavarán al confesar, con toda la Iglesia, tu fe y tu amor en Jesús vivo.
Prepárate para la Noche Santa con tu cirio para encenderlo en el fuego de Cristo. Lleva preparados tus vestidos de fiesta para danzar con María, con la humanidad, con toda la creación, la música universal del amor. Encuéntrate con Jesús, lleno de luz y belleza, que viene a tu encuentro. Abrázate a Él, es el amor de tu vida. Dile, en el colmo de tu asombro: “¡Señor mío y Dios mío!”.
El silencio prepara nuestro corazón a la escucha. Acoge con corazón humilde, compasivo, agradecido, la Palabra que vamos a proclamar. EVANGELIO: Jn 19, 25-27 “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa.”
También Jesús se dirige a ti que te sientes vulnerable, solo, quizá perdido entre dudas, confuso o con miedo… Y te entrega a María. Al entregársela a Juan, nos la entregó a todos ¿Has acogido a María en tu casa? ¿Qué lugar ocupa en tu vida, en tu familia? ¿Qué es lo más importante que te ha enseñado Ella a la hora de seguir a Jesús?
Vio Jesús a la mujer y al discípulo que amaba, dio el discípulo a la madre, para que ésta lo cuidara, y dio la madre al discípulo el cual la acogió en su casa. Nadie quedaría solo, Aunque el corazón sangrara. ¿Quién perdió más en el cambio? ¿Quién obtuvo más ganancias? Casa de Juan es la Iglesia, con la madre regalada. Una madre en la familia es como el sol de la casa. ¿Qué sería de la Iglesia si fuera de madre huérfana? ¿Qué sería de nosotros si la madre nos faltara? Faltaría el vino bueno y rosas en la ventana; no habría nardo ni cantos, sino penas, muchas lágrimas; tampoco juegos de niños seriedad en tantas caras. La madre recibió consuelo, porque en Juan ella contaba hijos innumerables salidos de sus entrañas. No dejará de ser madre. Siempre tendrá ya una casa. Yo también quiero ser Juan y llevarte en mis entrañas.
CARTA DE JUAN A LAS IGLESIAS
Yo estaba allí, cerquita de la madre. En aquella hora trágica escuchábamos y guardábamos en el corazón las últimas palabras del Amado. Sus palabras seguían siendo de perdón y de regalo. A mí me tocó la mejor parte: “Ahí tienes a tu madre”. Y enseguida, cuando aquello terminó, la llevé, emocionado, a mi pequeña casa, la acogí en mi propia intimidad. Ahora sé que tendré que parecerme a Jesús, hasta identificarme con él, tendré que hacer sus veces y amar a María como la amaba él.
Yo salí ganando. Ella, sí, adquiría un hijo, muchos hijos, como Abraham, los hijos incontables de la fe, pero yo conseguía una madre para siempre. La madre es seguridad, ternura, centro y fundamento de la vida. Sin la madre la vida entristece y empobrece. El discípulo ya nunca se sentirá huérfano. Ella ganó muchos hijos, es verdad, pero tan débiles. Yo gané una madre, pero tan buena. Ella sabrá atender a todos, especialmente a los más pequeños y desamparados.
Me propuse quererla y ayudarla con toda mi alma. Si yo pudiera alegrar un poco sus últimos años, si yo pudiera llenar un tanto aquel inmenso vacío del Amado… Me propuse limpiar y llenar de luz mi casa, que no faltara la flor, el perfume y la lámpara encendida. Mi casa se convirtió en el primer santuario mariano.
Pero ella siempre me ganaba. Yo quería alegrarla, pero era ella mi alegría. Yo quería servirla, pero siempre me sentía servido. Yo quería protegerla, pero ella era mi refugio. Yo quería amarla, pero ella me repetía en cada momento: ¡Hijo mío, cuánto te quiero!
Sé que María tendrá siempre hijos que la quieran y que la lleven a su casa. Siempre tendrá el calor de un hogar bonito, siempre habrá quien le regale una flor o le diga un verso o le rece un Ave. Siempre habrá quien le diga piropos o le ponga títulos o advocaciones o le construya ermitas. La llamarán reina y madre y señora y virgen. Y le dirán estrella, luz, camino, mar, montaña…
La casa de Juan, mi casa, ya sabéis, es la Iglesia, pero no la material, sino la de la comunidad creyente. Cada comunidad, un santuario; cada corazón, una casa-capilla en honor de la señora. Porque Juan eres tú también, el discípulo creyente, el amado de Jesús y de su madre.
Hoy escribo a todos los discípulos y a todas las iglesias para que renovéis vuestra fe en el Señor y vuestro amor a María. Os escribo, como hice a las siete iglesias antiguas, para que preparéis vuestras casas, limpiándolas del polvo rutinario y pongáis a punto vuestras lámparas. Que la madre se sienta a gusto entre vosotros, que nada ofenda su mirada. Ella será vuestra luz, inspiración y consuelo. En todo momento sentiréis su entrañable presencia.
“Os escribo esto para que vuestro gozo sea colmado” (1 Jn. 1,4) Que vuestra fe y vuestra caridad crezcan de día en día. Me atrevo a mandaros muchos saludos y ternuras de mi madre y vuestra madre. Saluda a todos los discípulos.
SIGNO Recibimos y consolamos a María en nuestra casa… Hacemos el gesto de abrazar su imagen pasándonosla de mano en mano unos a otros.
INVOCACIONES A MARÍA
Madre de la esperanza, líbranos de los engaños del miedo y de la angustia, no dejes que el dolor nos aplaste, no permitas que la duda nos tambalee. (Ave María)
§ Madre fuerte al pie de la Cruz, sostennos en las dificultades, da sentido a nuestros dolores, fortalece nuestra fe. (Ave María)
§ Madre unida al silencio de Jesús en el sepulcro, consuela el dolor de tantas familias que pierden estos días a sus seres queridos. (Ave María)
Peticiones…
ORACIÓN FINAL
Oh María!, esta es por excelencia tu noche. Mientras se apagan las últimas luces del sábado y el fruto de tu vientre reposa en la tierra, tu corazón también vela. Tu fe y tu esperanza miran hacia delante. Vislumbran ya detrás de la pesada losa la tumba vacía; más allá del velo denso de las tinieblas, atisban el alba de la resurrección. Madre, haz que también velemos en el silencio de la noche, creyendo y esperando en la palabra del Señor. Así encontraremos, en la plenitud de la luz y de la vida, a Cristo, primicia de los resucitados, que reina con el Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén
Canto final
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