Con tres JMJ’s en mi mochila antes de emprender este viaje, bien podía haber pensado que iba a tratarse de una experiencia rutinaria, de algo ya conocido. Pero la verdad es que siempre habita en el corazón ese deseo de la eterna novedad, de que Dios no va a dejar de encontrarte en el camino y sorprenderte. Y la verdad es que así ha sido en esta JMJ de Cracovia.
Con el grupo de peregrinos de nuestra diócesis de Cuenca hemos podido vivir en primer lugar la experiencia de la fraternidad. Dentro de la gran experiencia de la unidad de la Iglesia que es una JMJ, he podido vivir también la experiencia de una comunidad que con el mero hecho de compartir vida con ellos me hacía sentir siempre en casa. Solo puedo dar gracias porque el Señor me ha dado hermanos para el camino, para que nunca vaya solo. Y están aquí, conmigo, en el día a día de nuestras parroquias, y en momentos tan extraordinarios como estos.
También he podido experimentar lo que significa ser acogido, y el inmenso regalo que son los días previos compartiendo también vida con las diócesis que nos han recibido. Tras haber acogido a peregrinos para la JMJ de Madrid, tocaba dejarse acoger. Y ha sido un gran regalo compartir la vida de una Iglesia tan llena como la polaca. Me encontraba pensando muchas veces en lo que esta Iglesia hermana ha sufrido para permanecer fiel a Cristo, y el premio de vida abundante del que goza. Y esa vida la han compartido con nosotros con sencillez, en un código de lenguaje que todos entendemos, que es el del amor. ¡Hasta perderse por Poznan, de la mano de Gabriel, ha sido una aventura de fraternidad!
Y por último el papel del Papa en nuestras vidas. Ver al grupo escuchar, absorber sus palabras, comentarlas, vibrar con ellas en deseos de ser siempre alguien nuevo para que otros también crean y tengan vida, de no ser unos jóvenes-sofá, ha sido para mí un ejemplo de acogida a la acción del Espíritu Santo, que sopla por donde quiere, y que en su soplo conoce mejor que nadie las entrañas del mundo y lo que este realmente necesita. Para mí, como sacerdote que he tenido ocasión de compartir con varios jóvenes lo que estos días han significado, es un estímulo para vivir con mayor intensidad de Cristo. Es una tarea en la que se me pide buscar el reflejo de los que Cristo me pide en la vida de los demás, de compartir con ellos lo que soy y lo que me ha sido dado, y de descubrir en las necesidades de los demás el modo de entregar mi vida para Él. Solo con mis hermanos es posible.